martes, 29 de marzo de 2011

Incipiente

La primera vez que una de mis amigas abortó yo fui con ella. La ilegalidad del asunto la obligó a buscar un doctor clandestino que hiciera ese tipo de “trabajo”. El consultorio estaba en un edificio en el centro de la ciudad, ese tipo de edificio en el que uno jamás pensaría que se llevan a cabo esos procedimientos. Subimos los siete pisos a pie pues ninguno de los ascensores funcionaba, llegamos y vimos un pasillo largo, frio y lúgubre, hacia la derecha habían tres puertas, dos tenían letreros de dentistas, la tercera era de una terapeuta familiar, a la izquierda habían más oficinas, varios abogados y como tres psicólogos. Fue al final del pasillo que vimos una puerta, vieja y despintada, de madera con el número de consultorio que buscábamos.
“Ahí... número 6”
Ella solo sonrió, no había dicho mucho desde que pasó a buscarme a mi casa con su novio y su madre esa tarde, pero se notaba en sus ojos que los nervios la estaban comiendo viva. Creo que, en ese momento, todos teníamos los nervios de punta, el ambiente y el lugar en el que estábamos no ayudaban a calmar tensión.
 Estuve con ella el día que se enteró que seria mamá. Llevaba casi una semana con las sospechas, todavía no tenía ningún atraso pero los síntomas eran bastante evidentes. La prueba de embarazo casera se la hizo un sábado por la mañana, en el baño de visitas de su departamento, mientras sus papas y su hermano dormían hasta tarde, como suelen hacer los sábados. Yo también dormía, pero la noche anterior le había hecho jurar que me llamaría en cuanto supiera el resultado, fuera positivo o negativo. Eran las nueve de la mañana cuando mi madre me despertó, más indiferente de lo que hubiera esperado para una llamada de sábado por la mañana, me pasó el teléfono. Al principio no reconocí su voz, pero en cuanto escuché las palabras entrecortadas por el llanto no necesité entender lo que decía para saber lo que me quería decir.
Ella, su novio y yo pasamos toda la tarde en mi departamento, haciendo hora y tomando mucho líquido para la ecografía que le habían programado ese día en una posta que quedaba en mi barrio. Hasta que no llegamos a la cita con el doctor tratamos de evitar el tema, hablábamos de la fiesta a la que habíamos ido la semana anterior, de mi novio que estaba de viaje desde hacía varios meses, de nuestros hermanos y amigos, de todo lo que no tuviera nada que ver con bebés y matrimonio. Durante el almuerzo apenas comimos, era tan grande el nudo que llevábamos todos en el estomago que la comida se quedó a enfriar en los platos. “Esas cosas fallan, no son 100% seguras”, no sabía si intentaba buscar conversación o si mi intención era consolarlos, ni siquiera sabía si necesitaban ser consolados. Por supuesto la primera reacción fue de angustia y llanto, pero es de esperar cuando tienes 18 años y todavía no sabes qué hacer con tu vida que encima debes empezar a preocuparte por la de alguien más, pero, por otro lado ya llevaban un par de años juntos y era obvio el amor que sentían por el otro.
Sea como fuere terminé sembrando la duda sobre la eficacidad de esas pruebas de embarazo caseras, así que fuimos en busca de otra, ya tenían cita con un ginecólogo pero la ansiedad era más fuerte. Dio positivo, por segunda vez.
Le ecografía no mostró nada nuevo. En efecto había un pequeño, diminuto punto negro en la pantalla que el doctor indicó que era un feto de apenas dos semanas, lo llamó un embarazo incipiente. La sala se quedó en silencio por varios segundos, lo sé porque me invitaron a pasar con ellos, nadie hizo nada más que mirar atónitos el monitor. “Pidan a la secretaria una cita para el próximo mes, para el control”, estaba dicho, el bebé naciera en 8 meses y medio más.
El camino de regreso a mi departamento fue una seguidilla de llantos, abrazos y, para mi más grande sorpresa, de sonrisas. Compramos tres porciones gigantes de helado y mientras los comíamos sentados en mi cama, con el televisor encendido pero sin retirar la vista de nuestros potes, él clavó la cucharilla que venía de sacar de su boca en su recién empezado helado de chocolate y mirando a la madre de su hija (nunca dudo del sexo del bebé) le preguntó cuándo sería la mejor fecha para el matrimonio. Fue una gran sorpresa para las dos, había imaginado que ella estaba asimilando mejor la idea que él pero, al parecer, estaban aceptando el prospecto de ser padres de la misma forma. Fue grande la sorpresa pero, de inmediato, dio pie a una serie de discusiones sobre fechas, nombres, casas y demás detalles que involucran empezar una vida de pareja y de nuevos padres. Iban a esperar que mi novio llegara de viaje para que podamos ser testigos de la boda y padrinos del bebé, hasta yo empecé a divagar con la idea de comprar ropa miniatura y juguetes para niños. Por unas breves 12 horas el embarazo incipiente se había ganado el cariño de los pocos que sabían de él.
El aire en el pasillo era tan tétrico que parecía que en lugar de subir los siete pisos los hubiéramos bajado, si el infierno tiene un olor estoy segura que huele igual. Debíamos esperar a la madre de mi amiga para entrar, no tardó mucho, su trabajo quedaba a pocas cuadras de donde estábamos, pero fue una espera eterna, no sabía si quería entrar al consultorio de una vez o escapar corriendo de ese lugar, sé que ellos hubieran preferido escapar corriendo. Finalmente llegó, estoica y pulcra como siempre, dio un saludo general y con mano firme tocó la puerta. Una mujer joven, pálida como la muerte, nos abrió la puerta. Entramos a una mínima sala de espera, vacía, oscura, con olor a lavandina y aromatizante de baño y, contrario a lo que hubiera pensado posible, todavía más fría que el pasillo en el que estuvimos esperando. Tenía sillones, viejos y maltrechos a ambos lados, dejaban apenas un pequeño espacio para llegar al otro lado de la sala donde había una mampara hecha con paneles de madera y vidrio templado que llegaba hasta el techo, no mucho más arriba. Los vidrios de la mampara eran gruesos y grabados por lo que no permitían ver al otro lado, pronto descubriríamos que si bien interrumpían la visión no eran a prueba de sonido. Nos sentamos los tres de un lado y la mamá del otro, la asistente entró a la pieza que estaba al fondo y no tardó en salir acompañada de un hombre, viejo, canoso, lentes grandes y gruesos. Todos se pusieron de pie menos yo, el doctor saludó a la madre estrechándole la mano y a los demás solo les dirigió la mirada, tomó a mi amiga por el brazo y la “invitó” a pasar al cuarto contiguo. “Me va a doler?” “Para nada, ni siquiera te pondremos anestesia”. Ella entró seguida por la asistente y el doctor, quien cerró la puerta con un fuerte golpe que sobresaltó a los tres que quedábamos en la sala de espera. Los dos se sentaron casi al mismo tiempo, él a mi lado y ella frente a nosotros, nos acomodamos y esperamos que el procedimiento terminara lo antes posible.
El primero de la familia en saber sobre el embarazo fue su hermano menor, a primera hora del día siguiente ella entró a su cuarto y le contó la noticia. Fueron los susurros y los ojos de mi amiga que los delataron, cuando su madre entró a la habitación supo que algo pasaba y su primer presentimiento dio justo al grano. “¡Estás embarazada!”. Mi amiga ya había definido y se había conciliado con la idea de ser mamá, de casarse con el padre, continuar con la universidad mientras le fuera posible y eventualmente irse a vivir a una casa propia con su nueva familia. El problema de todo eso fue que su madre no pensaba igual.
Ahora que veo las cosas en retrospectiva, y con mucha más objetividad que en esa época, creo que fue la decisión más prudente que pudo encontrar la madre de mi amiga, pero sabiendo como resultaron las cosas cuatro años después me pregunto si fue realmente la correcta. Pero bueno, lo cierto es que, en ese entonces, era imposible saber cómo se hubieran dado las cosas si los caminos tomados hubieran sido otros. El punto es que, en esa época, no pensaba igual, no solo porque el aborto era un concepto con el no estaba completamente de acuerdo sino que sabía que los verdaderos involucrados en la historia habían decidido tener el bebé, asumir las consecuencias y sabia que ella, más que ninguna de las personas que había conocido hasta entonces, estaba completamente en contra del aborto. No sirvieron de mucho las discusiones y peleas, las amenazas y los llantos, una semana después la cita ya estaba hecha y no había vuelta atrás, el aborto se llevaría a cabo el día martes a las 3 de las tarde.
Uno de los recuerdos que tengo más incrustados en la memoria es el recuerdo de esa tarde. Se suponía que yo era la persona más neutra entre las que estábamos en ese pequeño consultorio, todos tenían una función ahí, desde la asistente hasta la madre y el novio, menos yo. Yo era indispensable en ese cuadro por lo que durante los 45 minutos que duró la intervención traté de permanecer lo más imperturbable posible, traté de abstraerme de esa escena, a la que hubiera preferido no asistir en un principio, y traté de llevar mi mente a un lugar lejos y quizá un poco más cálido, me fue imposible. Primero fue el sonido de las máquinas que de repente empezaron a funcionar, una mezcla de taladro de dentista y aspiradora industrial. De inmediato me pusieron la piel de gallina y una imagen increíblemente gráfica se me vino a la cabeza. Después vinieron los gritos, al parecer el concepto de “indoloro” que tenía el viejo hombre se limitaba a la imposibilidad de aplicar anestesia local debido al peligro de hacerlo en un consultorio sin los cuidados necesarios. No eran fuertes, tampoco eran largos, eran gritos que apenas pasaban el nivel de gemidos pero eran tan profundos que transmitían grado por grado la intensidad del dolor que ella iba sintiendo, por si lo dudan, era bastante. No pasó mucho hasta que el joven fuerte y duro que tenia sentado a mi lado se quebrara y se echara a llorar sobre mi regazo, sollozando sin poder controlarlo, me impresionó tanto verlo tan vulnerable e impotente frente a esa situación que solo pude acariciarle la cabeza tratando de calmarlo un poco. Levanté la mirada y vi a la señora que conocía desde muy pequeña, sentada con las piernas cruzadas, su bolso a un costado, los ojos cerrados como si una luz los estuviera cegando y entre las manos, pasando los dedos de cuenta en cuenta, un rosario que apretaba con fuerza.
Cuando mi amiga salió de la pieza donde le acababan de succionar la vida que llevaba dentro estaba blanca como los muros de cemento del consultorio, no dijo nada y, como si no hubiera pasado nada, como si nunca hubiéramos estado ahí, nos fuimos.
Esa tarde, y los días que siguieron, fueron diferentes… especiales… raros…
No se habló mucho del tema pero era evidente que las cosas entre ellos dos habían cambiado de alguna forma. Sé que él, al principio, trató de ser empático, la cuidaba, trataba de entenderla, pero más pronto que tarde olvidó el tema y siguió su vida de siempre. Ella se sintió mal desde el primer día y de cierta forma lo culpaba a él, se frustraba con la idea que fue ella la que tuvo que pasar por todo y a él le tocó ver todo de galería. En retrospectiva, creo que si él olvidó el tema tan rápidamente fue por defensa propia, lo que pasó le dolió mucho más de lo que mostró y sé que hasta el día de hoy es un hecho que le pesa y lleva consigo todos los días. En cuanto a ella, creo que era tanta la culpa que ella sentía sobre si misma que necesitó echarla sobre alguien más. Todos pensamos, en ese momento, que lo vivido sería algo que no olvidaríamos nunca, que siempre estaría presente en nosotros, sé que yo pensé que seguirían siendo mis eternos compañeros de vida y que siempre seria un tema que rondaría nuestras conversaciones. La verdad es que ninguno calculó las vueltas que da la vida...

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