martes, 29 de marzo de 2011

La Última Promesa, Parte I

Llovía a cántaros y era casi imposible levantar la mirada para observar el camino, no que le fuera necesario, lastimosamente se lo conocía de memoria, pero tuvo que admitir que la lluvia había dejado el piso aún más resbaladizo de lo que estaba acostumbrado.

Hacía casi 30 años que no visitaba ese lugar, solía ir con sus padres a visitar a sus abuelos hasta que dejó el país en busca de una vida mejor, después de casi 10 años de buscar y no encontrar nada volvió y se casó con la única mujer que alguna vez lo había tolerado, la única que lo aceptó una segunda vez.

Un matrimonio que nunca conoció hijos, que duró casi cinco años más de lo que las estadísticas de la generación predijeron y más de una década de lo que él hubiera preferido. Leal a su promesa, nunca la dejó ni se marchó de la casa, la acompañó un poco menos en las buenas y un poco más en las mala y, hasta donde todos supieron, siempre le fue fiel. Nunca nadie supo de sus peleas ni discusiones, la gente jamás hubiera imaginado que un día ella rompió todo lo que él tenía guardado en el pequeño cuarto que usaba como escritorio, o que él, cuando lo vio, juro nunca más siquiera rozarla y que cumplió con su promesa.

Lo pocos amigos que hicieron en pareja habían desaparecido con el tiempo y la vida. Los amigos de ella vivían dispersos por el mundo, su hermano llevaba años desaparecido y sus padres murieron un par de años antes que se casara. La familia de él nunca estuvo muy presente en su infancia y lo estuvieron aún menos al llegar la vejez, solo tenía un compañero de trabajo, joven, callado y tímido, pero con el que compartía muchas ideas y era la única persona con la que podía hablar de sus verdaderos intereses.

Era una tarde nostálgica, de esas que la gente evita quedándose en casa con la familia. Hacía frio y solo llevaba una delgada chaqueta de mezclilla, tal vez si le dejara saber a alguien lo que había sucedido podría pedir que le llevaran algo más abrigado, pero no había nadie que pudiera acompañarlo, esta tarea debía llevarla a cabo solo, nadie entendería, a nadie le importaría. No quedaba otra, debía continuar su camino, cabizbajo para evitar que las gotas le penetraran los ojos y manteniendo el paso firme para no caer de espaldas al suelo. Había jurado que lo último que haría por su mujer era acompañarla hasta su tumba y eso es lo que haría ese día, aunque estuviese lloviendo a cántaros.

El aire era tan pesado que iba encorvado, como si sus hombros llevaran el peso del mundo, mientras seguía lenta y cuidadosamente las huellas que dejaba la chata tirada por el cuidador del cementerio, la que llevaba el ataúd de su mujer. Un viejo casco de madera que apenas había logrado recuperar de los desperdicios de la única casa fúnebre que encontró abierta esa mañana, el dueño se la había regalado a cambio que volviera más tarde y se deshiciera del resto de los escombros que tenía botados en la despensa, trozos de madera, manijas despintadas, bisagras rotas, cojines manchados de sangre y uno que otro recorte de periódico, la mayoría avisos necrológicos.

Fue tan corto el tiempo que tuvo para preparar el entierro que aceptó la oferta del viejo de la funeraria, sin mucho reflexionar donde botaría él la basura que recogería. Contrario a lo que el hombre de la funeraria pensó la muerte de la mujer no había sido rápida y espontánea, por el contrario, vivió la agonía como pocas personas podrían siquiera imaginar, sintió por días como los pulmones se le llenaban de agua y poco a poco le costaba cada vez más respirar, vio como el cuerpo se le iba poniendo azul, primero en la punta de los dedos, expandiéndose por el cuerpo como una mancha de tinta sobre papel húmedo, solo que su piel se volvía cada vez más seca y quebradiza hasta el punto que le era imposible mover algún músculo sin desgarrarse un trozo de lo que ahora llevaba como cuero, no que moverse fuera realmente una opción en la posición en la que se encontró la última semana antes de morir.

No habría un velorio, el cuerpo de su mujer ya llevaba más de dos días sin marcar latido y el olor que había logrado mantenerse discreto gracias al frio de la temporada ya empezaba a hacerse más notorio entre los vecinos y visitantes que circulaban el barrio. Él lo notó el segundo día, pasado el anochecer. Mientras cenaba frente al televisor, como había hecho las últimas dos noches, desde que se había mudado a un pequeño cuarto que le alquilaba a una joven pareja de recién casados a pocas casas de la que una vez compartió en su matrimonio. Estaba por llevar una segunda cucharada de sopa a la boca cuando sintió un chiflón de aire que entró por la ventana, como dirigido, se le metió por la nariz y sintió una bocanada de hedor putrefacto que, mientras le llenaba la garganta de un sabor a bilis, en el estómago se le formaban nudos que casi lo llevan a vomitar, en algún lugar de su mente vio a su mujer echada en el piso, con un vestido de flores blancas y rosadas que ya casi había perdido todo el color, envuelta por una aureola de vapor verde que salía de sus poros marchitos y del que se alimentaban las moscas y larvas que habían llegado a ocupar el cuerpo. Botó la cuchara al plato asqueado y echándose contra le respaldar del sofá exclamó, “mierda!”.

Abrió la puerta del sótano de su vieja casa y el cuerpo yacía exactamente como lo había pronosticado. El hilo de pescar que la había mantenido cautiva en esa oscura y fría cueva estaba cortado en varios pedazos, como si ella hubiera necesitado varios intentos para liberar las ataduras que envolvían su pie, cerca de la vieja lavadora que habían recibido como regalo de matrimonio, y que ahora solo servía como mesón para viejos papeles, había caído el cuchillo que vergonzosamente también había jugado su parte en la escena y, al borde de las gradas, estaba ella, con los ojos abiertos y fijados en la puerta, como si todo ese tiempo hubiera estado pendiente que alguien cruzara el portal.

No fue hasta llegada la madrugada que terminó de limpiar la casa, lavó cuidadosamente las paredes, trapeó con atención el piso, ordenó cada detalle poniendo cada cosa en su lugar y no estuvo satisfecho hasta que la casa quedó como en la época en la que él también la habitaba. Finalmente subió al segundo piso y se dirigió a su antigua habitación, cruzó la pieza sin mucho reparo pues prácticamente nada había cambiado y entró al baño donde había dejado a su mujer marinar desnuda en un baño de sales y jabones que mezcló en la bañera.

El agua, que un principio precipitó transparente, ahora era de un color verdoso a motas blancas por las larvas que, ahogadas, flotaban a la vista de las moscas que siguieron el olor hasta el piso de arriba. Él tomó el trapo que su mujer solía usar para limpiarse las asperezas del cuerpo y, mojándolo delicadamente en la mezcla de perfumes e insectos, le limpiaba el rostro y el cuerpo cuidando de no raspar la piel con mucha fuerza para que ésta no se terminara de desprender del cuerpo. Supo, desde un principio, que el color azul no desaparecería pero, de todas formas, trató inútilmente de borrarlo con agua y jabón. Se tuvo que resignar a remover las manchas de sangre que le cubrían casi todo el cuerpo e ir extrayendo, uno por uno, todos los insectos que se alimentaban de la carne muerta. La secó con un par de toallas que, apenas palpaba contra ella, inevitablemente, desprendían carne muerta y la llevó a la cama.

Le puso el vestido café que él siempre odió pero que ella siempre había amado, vestir un cadáver resultó mucho más difícil de lo que había pensado, le puso las únicas sandalias que no estaban completamente destrozadas por el tiempo y la dejó reposar mientras iba en búsqueda de un ataúd.

No era la primera vez que alguien llegaba con el apuro de encontrar un cajón para un ser querido, por lo que una breve explicación bastó y sobró para que el dueño de la funeraria comprendiera la urgencia del asunto.

“Tengo uno viejo, ya nadie lo comprará, si usted lo quiere se lo lleva pero se lleva el resto de los escombros que tengo botados en el jardín”

No había problema, de una u otra forma conseguiría un coche con el cual se podría llevar todo. Por ahora solo necesitaba definir como llevaría el ataúd hasta la fosa que, años antes, su mujer había comprado en un remate, se detuvo un momento y se sorprendió al darse cuenta que, por primera vez en sus casi 25 años de matrimonio, algo de lo que habían acumulado juntos como pareja le era útil. El viejo debió notar su consternación al analizar el sarcófago pues, mientras abría la puerta trasera de su tienda, señaló una carretilla oxidada y vieja que permanecía cobijada de la lluvia bajo un techo de calamina. Asegurándole al viejo hombre que él se las valía con ese aparato, propuso pedir la carretilla prestada para cargar a su mujer hasta el cementerio, el cuidador del lugar estaba acostumbrado a verlo pasear con la carreta por el pueblo y seguramente podría ayudarlo si lo necesitaba. El viejo solo asintió con la cabeza.

“¿Nombre?”

“¿Perdón?”

“El nombre de su mujer, lo necesito para mis registros”

“Rosana, Rosana Gálvez”

“Rosana Gálvez… ¿Edad?”

“54”

“¿54? Le hubiera dado más”

“Creo que la vida no pensó lo mismo que usted”

“¿Y usted?”

“¿Yo?”

“Si, su nombre, cuestiones administrativas, usted sabe”

“Oh… César”

“Firme acá por favor”

De regreso a su casa, con la carretilla a cuestas, César pasó a buscar al cuidador del cementerio, de niño solía jugar con él, mientras su madre limpiaba metódicamente la tumba de sus abuelos y su padre cortaba el césped que bordeaba la lápida, él se iba a corretear con el que, en aquel entonces, era un joven fuerte y energético pero que, últimamente, se había convertido en un viejo más, como él, de ojos tristes y labios endurecidos. Solía decir que, de tanto trabajar con muertos, lo vivos le habían quitado la vida.

El cuidador reconoció a César desde la entrada y predijo al instante la razón de su visita,

“Ya nadie visita a su gente, solo vienen aquí con una misión definida y tú, mi pobre, solo tienes una última página en tu cuaderno”

Después de escuchar la explicación de lo sucedido, que César había practicado durante el camino, el cuidador aceptó ayudarlo a cargar el ataúd, más por lástima que por cariño,

“Eso pasa cuando se descuidan la relaciones, después uno termina cargando solo con sus muertos”

Subió solo a la pieza a buscar el cadáver de su mujer, las moscas habían vuelto y revoloteaban en círculos sobre el cuerpo, las espantó con el pañuelo que usó para secar la lluvia de su rostro, pero realmente muy pocas se escaparon. Algo bueno tenían los días como esos y es que, con la lluvia, las calles estaban desiertas, libres de curiosos y morbosos que te dan el pésame solo esperando saber los detalles sucios.

“Tendrás que esperar que cave el hueco, la experiencia me dio rapidez, pero aún tomará un poco de tiempo”

“Me tomé el día libre en el trabajo, descuide, no tengo apuro”

César tomó un pedazo de plástico, con el que habían envuelto el féretro, y lo extendió sobre una banca que había por ahí, se sentó, levantando el cuello de su chaqueta para evitar que la lluvia le mojara la nuca y esperó que todo estuviera listo.

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