jueves, 28 de abril de 2011

La Última Promesa, Parte II

Imagínate una señora cuarentona, con voz chillona, de expresiones grotescas y vulgares. Así era ella, siempre que pasaba por su pequeña tienda de cosméticos la podías ver coqueteando con los repartidores, con los clientes que pasaban a comprar regalos para sus mujeres, con cualquier hombre que pasara por la puerta en realidad. Nunca fue muy linda de rostro pero para la edad que tenía mantenía un buen cuerpo, y claro, nunca tuvo hijos, eso le facilitó las cosas. Pero no era ni siquiera le cuerpo, eran sus ojos, no sé cómo explicarte, tenía una mirada sexual, de sexo fácil… y eso… a los hombres… nos gusta.

Yo nunca me acosté con ella, pero no fue por falta de oportunidad, todos tenían una oportunidad con ella, pero era la mujer de mi jefe. Creo que fui el único de la empresa que nunca pasó entre sus piernas, pero también es cierto que fui el único que conoció a Don César como yo lo conocí, que tampoco fue mucho te diré.

Era un hombre muy reservado, introvertido, callado. La gente le tenía miedo, no era fácil hablar con él y mucho menos de negocios, bastante intransigente cuando discutía, casi nunca podías poner una palabras entre las miles suyas. Llevaba alrededor de 15 años casado, la relación que tenía con su mujer era estable, siempre del brazo cuando salían a la calle juntos, una vez al día él pasaba a verla a su local para dejarle algún chocolate o golosina, por las noches la esperaba en la casa con la comida en la mesa y los fines de semana, mientras ella dormía hasta el mediodía el hacia las compras de la semana.

Yo conocí otra versión, yo supe de la versión que la gente no veía aunque siempre la tuvo en la nariz. Una noche, cerca de fin de mes, me quedé hasta tarde para hacer inventario, Don César solía hacerlo solo pero ese día sufría de una fuerte migraña que le obligó a pedirme ayuda. Fue después de una corta pero íntima conversación que tuvimos a raíz de mi reciente pelea con mi última novia que descubrí que tenía un humor muy negro, muy crudo, pero muy grande. Reímos casi toda la noche mientras yo movía cajas y descifraba códigos y él los anotaba con calma en su cuaderno. Fue un trabajo duro y agotador que nos tomó toda la noche, pensé en preguntarle cómo lo lograba hacer todo en un solo día sin ayuda alguna, pero preferí no matar la atmósfera con preguntas como esas. Me invitó a tomar desayuno, fuimos a una vieja panadería que quedaba  pocas cuadras y nos servimos dos tazas de café humeante recién pasado y dos panes que venían de salir del horno. Desde esa vez lo ayudaba cada mes, no porque necesitara mi ayuda, de hecho las primeras veces me botaba, pero yo insistía, me gustaba quedarme a hablar con él, tenía ideas muy interesantes y una visión diferente del mundo que me habían enseñado. Poco a poco le fui tomando confianza y se volvió en mi confidente y mi tutor. Me enseñó muchas cosas de la vida que hasta ahora aplico, y, casi al final empezó a abrirse conmigo y confiarme vivencias suyas.

Me habló de sus padres y como habían muerto en un accidente durante un viaje de tren hacia varios años, me contó de la desaparición de su hermano y como él sabía que no había desaparecido pero que en realidad había escapado lo más lejos de su casa que pudiera. Me habló de su juventud, su vida política que ninguno de sus conocidos supo, sus aventuras con mujeres desconocidas, sus aciertos, sus errores, me hablaba de todo, menos de su mujer.

Supongo que muy en el fondo yo estaba seguro que él sabía lo que sucedía con ella mientras él trabajaba. Estaba convencido que si todo el pueblo sabía que siempre que el salía de su casa al mercado por las mañanas un hombre diferente le ocupaba la cama. Tenía que saberlo, así que nunca le pregunté. Ahora, con todo lo que pasó, me doy cuenta que la respuesta era más que obvia. Claro que lo sabía, no era idiota, pero tenía un plan, un plan que requería de paciencia, paciencia que solo él tenía.

Buenas Intenciones

Era la segunda vez que lo veía pero la primera que hablaba con él. No era particularmente tímido pero no resultó ser muy elocuente tampoco. Me invitó a bailar y no dudé mucho en aceptar, estaba cansada y me dolían los pies pero me pareció una oportunidad que no valía la pena desperdiciar. El baile pasó rápidamente de tierno e inocente a un meneo de caderas que hubiera puesto hasta a un cura en verdadero estado de alerta.

El lugar estaba lleno y no faltaban las caras conocidas que volteaban la mirada para ver lo que pasaba alrededor, no nos importó, para nosotros el salón estaba vacío y éramos libres de hacer lo que quisiéramos. Nos duró lo que duró la música. Cuando todo quedó en silencio la gente comenzó a recolectar sus pertenencias para continuar a otra discoteca o volver a casa.

“¿Vienes conmigo?”

Cualquier mujer en sus cinco cabales por lo menos hubiera preguntado a dónde antes de lanzarse a los brazos de un perfecto desconocido que le venía de ofrecer un paseo en su coche, yo no, yo simplemente dije que sí.

El viaje no fue largo y el destino fue claro desde el principio.

“Conozco un lugar por acá, es bonito, callado, vacío… nadie lo conoce.”

Y bueno, si no quiere acostarse conmigo es la perfecta excusa para llevarme a un lugar alejado de todos, robarme, matarme y dejarme botada allí… Bajé la mirada a su entrepierna… No, definitivamente no quiere matarme.

Llegamos y, en efecto, el lugar era desierto, se veían los coches pasar a lo lejos pero ni un solo sonido, no había duda, sabía lo que hacía y no era la primera vez. Con un beso volamos a los asientos traseros y no esperamos a acomodarnos para que las prendas empezaran a volar por todos lados. Quien dijo que tener relaciones en un coche es excitante nunca estuvo en un viejo jeep, año 92, con techo de plancha de acero… rígido. No duró mucho. Bueno, seamos honestos, en realidad no duró nada, con todas las buenas intenciones que tuvo no logró mantener la acción por mucho tiempo.

“No te preocupes, no importa, está bien.”

En qué mal momento es que nuestro inconsciente nos hace creer que está bien que digamos eso siempre que algo no funciona como debería... ¡Por supuesto que importa, obviamente que no está bien y claramente debería preocuparse! No estamos hablando de hombres mayores, ya vividos y usados, estamos hablando de jóvenes energéticos y viriles, ni no son capaces de mantener el ritmo pues deberían empezar a buscar una solución.

Hubo un par de intentos más por terminar lo que habiamos comenzado, todos fallidos... Nota mental, evitar el consumo de alcohol en mis hombres. Pues bien, debí conformarme con la sesión de besos más larga que alguna vez tuve con alguien que acababa de conocer, bueno, en su defensa, no me puedo quejar. Como una autoproclamada experta y adicta a los besos tiendo a ser bastante exigente en ese aspecto, ganar buenos puntos conmigo no es nada evidente y la verdad que, en esa carrera, el actual ganó algunos. Al punto que consideré la opción de quizá darle una segunda oportunidad para rectificarse, en un contexto más sobrio, otro día.

Las cosas iban relativamente bien, pese a no tener ropa puesta, el calor del ambiente se mantenía, reíamos de vez en cuando, no nos soltábamos el resto del tiempo. Pues sí, las cosas iban relativamente bien hasta que su celular sonó melódicamente entre gemidos y besos. Lo tomó, me miró con un gesto de “silencio” y muy calmadamente, como quien te saluda en la calle me dijo,

“Dame un segundo, es mi novia.”

… Pues no, no habría rectificación…
                 
            Escuché como le decía lo bien que lo había pasado con sus amigos, como ya iba de camino a su casa y como había tomado solo dos cervezas… claro, solo dos cervezas, de corrido y cada 10 minutos…
            
           Mientras lo oía hablar me sentía en un impase, podía enojarme con él pero, finalmente, yo no nunca le pregunté si tenía pareja y si él tenía toda la intención de acostarse conmigo hubiera sido muy estúpido de su parte empezar con un “hola, tengo novia, ¿quieres bailar conmigo?”; podía sentirme ofendida y usada pero no era como que yo no lo estaba usando a él; o podía jugar el rol de moralista y decirle que me parecía que era una persona sin valores ni escrúpulos pero, al mismo tiempo, ¿cuan moralista puede ser una mujer que se acuesta con una persona que acaba de conocer?. Opté por la opción “D”, la que más se parecía a como realmente me sentía ese momento, en cuanto colgó el teléfono le dije, en una mar de carcajadas, que era el colmo del cinismo que anduviera con un preservativo en el bolsillo teniendo novia… Él botó el celular y me volvió a besar.
              
           Cuando ya fue hora de irnos se armó una discusión que yo estaba lejos de haber predicho, la llamada del día siguiente. Contrario a lo que todos deben estar pensando no era yo la que le pedía que me llame o la que le pedía el número, era él el que manifestó sus planes de llamarme al día siguiente y yo la que no tenía ninguna intención de revelar mi número de teléfono. La primera vez que me lo pidió le dije que no era necesaria la charlatanería, la segunda vez le dije que si quería llamarme consiguiera mi número, la tercera me sentí mal de seguir evadiéndolo por lo que le propuse un trato del que sabía que saldría ganadora.

“Si dices mi nombre, te doy mi número.”
                 
            Es la primera vez que un hombre se siente mal por no saber mi nombre y yo no, es más, sentí todo lo contrario, una satisfacción personal. Gané el trato pero igual le di mi número y hasta me aseguré que escribiera bien mi nombre, con la seguridad que no lo recodaría al día siguiente. Lo recordó. Irónicamente fiel a su palabra me llamó exactamente a la hora que había prometido, probablemente más por culpabilidad que por devoción a su integridad, hablamos un par de minutos sin hacer mayor alusión a la noche anterior y colgamos. Mantengo lo dicho, hasta ahora no se perfila ninguna rectificación de lo acontecido.

martes, 29 de marzo de 2011

La Última Promesa, Parte I

Llovía a cántaros y era casi imposible levantar la mirada para observar el camino, no que le fuera necesario, lastimosamente se lo conocía de memoria, pero tuvo que admitir que la lluvia había dejado el piso aún más resbaladizo de lo que estaba acostumbrado.

Hacía casi 30 años que no visitaba ese lugar, solía ir con sus padres a visitar a sus abuelos hasta que dejó el país en busca de una vida mejor, después de casi 10 años de buscar y no encontrar nada volvió y se casó con la única mujer que alguna vez lo había tolerado, la única que lo aceptó una segunda vez.

Un matrimonio que nunca conoció hijos, que duró casi cinco años más de lo que las estadísticas de la generación predijeron y más de una década de lo que él hubiera preferido. Leal a su promesa, nunca la dejó ni se marchó de la casa, la acompañó un poco menos en las buenas y un poco más en las mala y, hasta donde todos supieron, siempre le fue fiel. Nunca nadie supo de sus peleas ni discusiones, la gente jamás hubiera imaginado que un día ella rompió todo lo que él tenía guardado en el pequeño cuarto que usaba como escritorio, o que él, cuando lo vio, juro nunca más siquiera rozarla y que cumplió con su promesa.

Lo pocos amigos que hicieron en pareja habían desaparecido con el tiempo y la vida. Los amigos de ella vivían dispersos por el mundo, su hermano llevaba años desaparecido y sus padres murieron un par de años antes que se casara. La familia de él nunca estuvo muy presente en su infancia y lo estuvieron aún menos al llegar la vejez, solo tenía un compañero de trabajo, joven, callado y tímido, pero con el que compartía muchas ideas y era la única persona con la que podía hablar de sus verdaderos intereses.

Era una tarde nostálgica, de esas que la gente evita quedándose en casa con la familia. Hacía frio y solo llevaba una delgada chaqueta de mezclilla, tal vez si le dejara saber a alguien lo que había sucedido podría pedir que le llevaran algo más abrigado, pero no había nadie que pudiera acompañarlo, esta tarea debía llevarla a cabo solo, nadie entendería, a nadie le importaría. No quedaba otra, debía continuar su camino, cabizbajo para evitar que las gotas le penetraran los ojos y manteniendo el paso firme para no caer de espaldas al suelo. Había jurado que lo último que haría por su mujer era acompañarla hasta su tumba y eso es lo que haría ese día, aunque estuviese lloviendo a cántaros.

El aire era tan pesado que iba encorvado, como si sus hombros llevaran el peso del mundo, mientras seguía lenta y cuidadosamente las huellas que dejaba la chata tirada por el cuidador del cementerio, la que llevaba el ataúd de su mujer. Un viejo casco de madera que apenas había logrado recuperar de los desperdicios de la única casa fúnebre que encontró abierta esa mañana, el dueño se la había regalado a cambio que volviera más tarde y se deshiciera del resto de los escombros que tenía botados en la despensa, trozos de madera, manijas despintadas, bisagras rotas, cojines manchados de sangre y uno que otro recorte de periódico, la mayoría avisos necrológicos.

Fue tan corto el tiempo que tuvo para preparar el entierro que aceptó la oferta del viejo de la funeraria, sin mucho reflexionar donde botaría él la basura que recogería. Contrario a lo que el hombre de la funeraria pensó la muerte de la mujer no había sido rápida y espontánea, por el contrario, vivió la agonía como pocas personas podrían siquiera imaginar, sintió por días como los pulmones se le llenaban de agua y poco a poco le costaba cada vez más respirar, vio como el cuerpo se le iba poniendo azul, primero en la punta de los dedos, expandiéndose por el cuerpo como una mancha de tinta sobre papel húmedo, solo que su piel se volvía cada vez más seca y quebradiza hasta el punto que le era imposible mover algún músculo sin desgarrarse un trozo de lo que ahora llevaba como cuero, no que moverse fuera realmente una opción en la posición en la que se encontró la última semana antes de morir.

No habría un velorio, el cuerpo de su mujer ya llevaba más de dos días sin marcar latido y el olor que había logrado mantenerse discreto gracias al frio de la temporada ya empezaba a hacerse más notorio entre los vecinos y visitantes que circulaban el barrio. Él lo notó el segundo día, pasado el anochecer. Mientras cenaba frente al televisor, como había hecho las últimas dos noches, desde que se había mudado a un pequeño cuarto que le alquilaba a una joven pareja de recién casados a pocas casas de la que una vez compartió en su matrimonio. Estaba por llevar una segunda cucharada de sopa a la boca cuando sintió un chiflón de aire que entró por la ventana, como dirigido, se le metió por la nariz y sintió una bocanada de hedor putrefacto que, mientras le llenaba la garganta de un sabor a bilis, en el estómago se le formaban nudos que casi lo llevan a vomitar, en algún lugar de su mente vio a su mujer echada en el piso, con un vestido de flores blancas y rosadas que ya casi había perdido todo el color, envuelta por una aureola de vapor verde que salía de sus poros marchitos y del que se alimentaban las moscas y larvas que habían llegado a ocupar el cuerpo. Botó la cuchara al plato asqueado y echándose contra le respaldar del sofá exclamó, “mierda!”.

Abrió la puerta del sótano de su vieja casa y el cuerpo yacía exactamente como lo había pronosticado. El hilo de pescar que la había mantenido cautiva en esa oscura y fría cueva estaba cortado en varios pedazos, como si ella hubiera necesitado varios intentos para liberar las ataduras que envolvían su pie, cerca de la vieja lavadora que habían recibido como regalo de matrimonio, y que ahora solo servía como mesón para viejos papeles, había caído el cuchillo que vergonzosamente también había jugado su parte en la escena y, al borde de las gradas, estaba ella, con los ojos abiertos y fijados en la puerta, como si todo ese tiempo hubiera estado pendiente que alguien cruzara el portal.

No fue hasta llegada la madrugada que terminó de limpiar la casa, lavó cuidadosamente las paredes, trapeó con atención el piso, ordenó cada detalle poniendo cada cosa en su lugar y no estuvo satisfecho hasta que la casa quedó como en la época en la que él también la habitaba. Finalmente subió al segundo piso y se dirigió a su antigua habitación, cruzó la pieza sin mucho reparo pues prácticamente nada había cambiado y entró al baño donde había dejado a su mujer marinar desnuda en un baño de sales y jabones que mezcló en la bañera.

El agua, que un principio precipitó transparente, ahora era de un color verdoso a motas blancas por las larvas que, ahogadas, flotaban a la vista de las moscas que siguieron el olor hasta el piso de arriba. Él tomó el trapo que su mujer solía usar para limpiarse las asperezas del cuerpo y, mojándolo delicadamente en la mezcla de perfumes e insectos, le limpiaba el rostro y el cuerpo cuidando de no raspar la piel con mucha fuerza para que ésta no se terminara de desprender del cuerpo. Supo, desde un principio, que el color azul no desaparecería pero, de todas formas, trató inútilmente de borrarlo con agua y jabón. Se tuvo que resignar a remover las manchas de sangre que le cubrían casi todo el cuerpo e ir extrayendo, uno por uno, todos los insectos que se alimentaban de la carne muerta. La secó con un par de toallas que, apenas palpaba contra ella, inevitablemente, desprendían carne muerta y la llevó a la cama.

Le puso el vestido café que él siempre odió pero que ella siempre había amado, vestir un cadáver resultó mucho más difícil de lo que había pensado, le puso las únicas sandalias que no estaban completamente destrozadas por el tiempo y la dejó reposar mientras iba en búsqueda de un ataúd.

No era la primera vez que alguien llegaba con el apuro de encontrar un cajón para un ser querido, por lo que una breve explicación bastó y sobró para que el dueño de la funeraria comprendiera la urgencia del asunto.

“Tengo uno viejo, ya nadie lo comprará, si usted lo quiere se lo lleva pero se lleva el resto de los escombros que tengo botados en el jardín”

No había problema, de una u otra forma conseguiría un coche con el cual se podría llevar todo. Por ahora solo necesitaba definir como llevaría el ataúd hasta la fosa que, años antes, su mujer había comprado en un remate, se detuvo un momento y se sorprendió al darse cuenta que, por primera vez en sus casi 25 años de matrimonio, algo de lo que habían acumulado juntos como pareja le era útil. El viejo debió notar su consternación al analizar el sarcófago pues, mientras abría la puerta trasera de su tienda, señaló una carretilla oxidada y vieja que permanecía cobijada de la lluvia bajo un techo de calamina. Asegurándole al viejo hombre que él se las valía con ese aparato, propuso pedir la carretilla prestada para cargar a su mujer hasta el cementerio, el cuidador del lugar estaba acostumbrado a verlo pasear con la carreta por el pueblo y seguramente podría ayudarlo si lo necesitaba. El viejo solo asintió con la cabeza.

“¿Nombre?”

“¿Perdón?”

“El nombre de su mujer, lo necesito para mis registros”

“Rosana, Rosana Gálvez”

“Rosana Gálvez… ¿Edad?”

“54”

“¿54? Le hubiera dado más”

“Creo que la vida no pensó lo mismo que usted”

“¿Y usted?”

“¿Yo?”

“Si, su nombre, cuestiones administrativas, usted sabe”

“Oh… César”

“Firme acá por favor”

De regreso a su casa, con la carretilla a cuestas, César pasó a buscar al cuidador del cementerio, de niño solía jugar con él, mientras su madre limpiaba metódicamente la tumba de sus abuelos y su padre cortaba el césped que bordeaba la lápida, él se iba a corretear con el que, en aquel entonces, era un joven fuerte y energético pero que, últimamente, se había convertido en un viejo más, como él, de ojos tristes y labios endurecidos. Solía decir que, de tanto trabajar con muertos, lo vivos le habían quitado la vida.

El cuidador reconoció a César desde la entrada y predijo al instante la razón de su visita,

“Ya nadie visita a su gente, solo vienen aquí con una misión definida y tú, mi pobre, solo tienes una última página en tu cuaderno”

Después de escuchar la explicación de lo sucedido, que César había practicado durante el camino, el cuidador aceptó ayudarlo a cargar el ataúd, más por lástima que por cariño,

“Eso pasa cuando se descuidan la relaciones, después uno termina cargando solo con sus muertos”

Subió solo a la pieza a buscar el cadáver de su mujer, las moscas habían vuelto y revoloteaban en círculos sobre el cuerpo, las espantó con el pañuelo que usó para secar la lluvia de su rostro, pero realmente muy pocas se escaparon. Algo bueno tenían los días como esos y es que, con la lluvia, las calles estaban desiertas, libres de curiosos y morbosos que te dan el pésame solo esperando saber los detalles sucios.

“Tendrás que esperar que cave el hueco, la experiencia me dio rapidez, pero aún tomará un poco de tiempo”

“Me tomé el día libre en el trabajo, descuide, no tengo apuro”

César tomó un pedazo de plástico, con el que habían envuelto el féretro, y lo extendió sobre una banca que había por ahí, se sentó, levantando el cuello de su chaqueta para evitar que la lluvia le mojara la nuca y esperó que todo estuviera listo.

Busco un hombre que me sepa sacar la ropa

Ubican esas películas en las que los niveles de censura no les permiten mostrar verdaderas escenas de sexo, por lo que terminan filmando media hora de juego previo... bueno, pues esas películas son las principales culpables de la frustración de muchas mujeres, yo incluida. Esa cara de placer, esos gemidos, esos gestos, no son gracias al semental que está desnudo sobre ella, no son gracias a las deliciosas sábanas de seda egipcia que se entremezclan con su piernas, no son gracias a la música increíblemente provocadora que suena de trasfondo, por supuesto que todos estos elementos ayudan, pero, finalmente, si no tienes un semental tendrás a tu hombre, del tamaño que venga, si no tienes sábanas de seda, pues te conformas con los asientos trasero de un coche, si no tienes música... igual no la pensabas escuchar. Pero esa media hora de juego previo, esos benditos 30 minutos de caricias, besos, mordidas y provocaciones... esos son los culpables.

Y es que con los años, el juego previo pasó de ser un "esencial" en la cama a ser un lujo reservado para aniversarios y fiestas patrias. No estoy segura si con años me refiero a la evolución que ha ido viviendo el ser humano o a los años que uno va adquiriendo conforme pasa el tiempo, el caso es que es una costumbre que se está perdiendo y somos muchas que sufrimos por ello. No pretendo echarle la culpa a nuestros compañeros de cama, las mujeres también andan apuradas y cada vez encuentran menos tiempo para disfrutar de los pequeños (o grandes en el caso de algunas) placeres de la vida.

Es obvio que las relaciones sexuales tienen un fin muy claro y, en definitiva, es él que todos buscamos a la larga, pero últimamente siento que esto de las relaciones sexuales tienen más de sexuales que de relaciones. No, no pregono esperar a tener una relación estable para pretender tener unas buenas horas de diversión, pero si considero que darle unos minutos más al preludio no puede sino ser favorable para las dos partes... o las que sea que se encuentren en el campo de batalla.

¿Cuál es la propuesta entonces? 
¿Qué opinan si les digo que con solo desnudarse pueden quedar completamente satisfechos? Les propongo lo siguiente, vamos a ponernos un poco creativos, siéntense cómodos donde sea que estén, apoyen bien la espalda para relajar los músculos y, sobretodo, abran su imaginación.

Asumiendo que la mayoría de los que lean este artículo no tiene pareja, invito a todos a pensar en la próxima víctima que les gustaría devorar (ya sea su pareja, como un amigo, conocido o incluso un amor platónico de los todos sufrimos alguna vez). Dense unos segundos para pensar en esa persona y en ustedes, pues los detalles importan. Lleva zapatos con cordones o no; quizá un pantalón de mezclilla y una polera ceñida al cuerpo; una chaqueta liviana; el cabello suelto o recogido...

ESA... esa es la imagen que quería que tuvieran. Pues bueno, por cuestiones de argumento (tiempo, comodidad, privacidad y otros) asumamos que se encuentran en una habitación en la que saben que nadie los molestará por, al menos un buen par de horas (una vez dominada la técnica, verán que podrán adaptarse a cualquier plazo de tiempo que tengan). Lo único importante que tienen que saber sobre esa pieza son dos cosas, primero, que ésta tiene una cama y, segundo, que la puerta tiene seguro. Ustedes están adentro, con el nerviosismo que llega cuando sabes que vas a deshacer la cama y la ansiedad de saber que pronto estarás explotando de las ganas (no garantizo nunca un final feliz pues eso depende única y exclusivamente de los participantes). La persona que tienes al frente y que no te dejó de mirar la boca desde que entraron al cuarto se te acerca lentamente, tu das dos pasos al frente para demostrarle que están en la misma sintonía, te toma por el rostro con las dos manos y te comienza a besar, a lo que respondes inmediatamente moviendo los labios acorde a los suyos, entrelazando lenguas y aprovechando una eventual mordida de por medio. Se pega a ti y sientes su pecho pegarse al tuyo... esa fue la señal, se van directo a su lecho de amor.

Tienes dos opciones, la primera es muy simple, intuitivamente hacen una competencia para ver quien desviste más rápido al otro (o a sí mismo si son aún más veloces), dejan caer la ropa donde puedan, botan los zapatos al aire, esas provocadoras bragas y brasier jamás fueron notados y van directo a lo que vinieron. O... Escogen la segunda... Lentamente le quitas la chaqueta, tomando especial cuidado que tus dedos acaricien sus hombros mientras le besas el cuello, pasas tus manos por sus brazos, delineándolos hasta que la prenda cae al piso. Te aseguras que tus dedos rocen su piel mientras le quitas el pantalón, pegas su pelvis al tuyo al apretar sus nalgas hacia ti para poder deslizarlo suavemente por sus piernas... hasta los pies (admitamos, los zapatos desaparecieron el momento que tocaron la cama), tus dedos hacen el camino de regreso sin desprenderse de su piel hasta sentir la polera, pasas tus manos por debajo y las vas empujando hacia arriba, recorriendo cada centímetro, poniendo particular énfasis en el pecho, controlas cada segundo que la tela recorre su cuerpo, por los brazos, hasta llegar al suelo...

Bueno, esto no es un cuento erótico, así que dejó que el final de la historia lo completen ustedes,. Perfecto, están desnudos y no necesariamente c-o-m-p-l-e-t-a-m-e-n-t-e satisfechos, pero entienden lo que digo... Si comienzan la historia de esta forma es muy difícil no encontrar un final feliz... PARA AMBOS!

Así que esta es mi propuesta, dispongan de un par de minutos extra para sacarse la ropa, cada técnica diferente es una sensación nueva, y disfruten del resto que para eso están.

Incipiente

La primera vez que una de mis amigas abortó yo fui con ella. La ilegalidad del asunto la obligó a buscar un doctor clandestino que hiciera ese tipo de “trabajo”. El consultorio estaba en un edificio en el centro de la ciudad, ese tipo de edificio en el que uno jamás pensaría que se llevan a cabo esos procedimientos. Subimos los siete pisos a pie pues ninguno de los ascensores funcionaba, llegamos y vimos un pasillo largo, frio y lúgubre, hacia la derecha habían tres puertas, dos tenían letreros de dentistas, la tercera era de una terapeuta familiar, a la izquierda habían más oficinas, varios abogados y como tres psicólogos. Fue al final del pasillo que vimos una puerta, vieja y despintada, de madera con el número de consultorio que buscábamos.
“Ahí... número 6”
Ella solo sonrió, no había dicho mucho desde que pasó a buscarme a mi casa con su novio y su madre esa tarde, pero se notaba en sus ojos que los nervios la estaban comiendo viva. Creo que, en ese momento, todos teníamos los nervios de punta, el ambiente y el lugar en el que estábamos no ayudaban a calmar tensión.
 Estuve con ella el día que se enteró que seria mamá. Llevaba casi una semana con las sospechas, todavía no tenía ningún atraso pero los síntomas eran bastante evidentes. La prueba de embarazo casera se la hizo un sábado por la mañana, en el baño de visitas de su departamento, mientras sus papas y su hermano dormían hasta tarde, como suelen hacer los sábados. Yo también dormía, pero la noche anterior le había hecho jurar que me llamaría en cuanto supiera el resultado, fuera positivo o negativo. Eran las nueve de la mañana cuando mi madre me despertó, más indiferente de lo que hubiera esperado para una llamada de sábado por la mañana, me pasó el teléfono. Al principio no reconocí su voz, pero en cuanto escuché las palabras entrecortadas por el llanto no necesité entender lo que decía para saber lo que me quería decir.
Ella, su novio y yo pasamos toda la tarde en mi departamento, haciendo hora y tomando mucho líquido para la ecografía que le habían programado ese día en una posta que quedaba en mi barrio. Hasta que no llegamos a la cita con el doctor tratamos de evitar el tema, hablábamos de la fiesta a la que habíamos ido la semana anterior, de mi novio que estaba de viaje desde hacía varios meses, de nuestros hermanos y amigos, de todo lo que no tuviera nada que ver con bebés y matrimonio. Durante el almuerzo apenas comimos, era tan grande el nudo que llevábamos todos en el estomago que la comida se quedó a enfriar en los platos. “Esas cosas fallan, no son 100% seguras”, no sabía si intentaba buscar conversación o si mi intención era consolarlos, ni siquiera sabía si necesitaban ser consolados. Por supuesto la primera reacción fue de angustia y llanto, pero es de esperar cuando tienes 18 años y todavía no sabes qué hacer con tu vida que encima debes empezar a preocuparte por la de alguien más, pero, por otro lado ya llevaban un par de años juntos y era obvio el amor que sentían por el otro.
Sea como fuere terminé sembrando la duda sobre la eficacidad de esas pruebas de embarazo caseras, así que fuimos en busca de otra, ya tenían cita con un ginecólogo pero la ansiedad era más fuerte. Dio positivo, por segunda vez.
Le ecografía no mostró nada nuevo. En efecto había un pequeño, diminuto punto negro en la pantalla que el doctor indicó que era un feto de apenas dos semanas, lo llamó un embarazo incipiente. La sala se quedó en silencio por varios segundos, lo sé porque me invitaron a pasar con ellos, nadie hizo nada más que mirar atónitos el monitor. “Pidan a la secretaria una cita para el próximo mes, para el control”, estaba dicho, el bebé naciera en 8 meses y medio más.
El camino de regreso a mi departamento fue una seguidilla de llantos, abrazos y, para mi más grande sorpresa, de sonrisas. Compramos tres porciones gigantes de helado y mientras los comíamos sentados en mi cama, con el televisor encendido pero sin retirar la vista de nuestros potes, él clavó la cucharilla que venía de sacar de su boca en su recién empezado helado de chocolate y mirando a la madre de su hija (nunca dudo del sexo del bebé) le preguntó cuándo sería la mejor fecha para el matrimonio. Fue una gran sorpresa para las dos, había imaginado que ella estaba asimilando mejor la idea que él pero, al parecer, estaban aceptando el prospecto de ser padres de la misma forma. Fue grande la sorpresa pero, de inmediato, dio pie a una serie de discusiones sobre fechas, nombres, casas y demás detalles que involucran empezar una vida de pareja y de nuevos padres. Iban a esperar que mi novio llegara de viaje para que podamos ser testigos de la boda y padrinos del bebé, hasta yo empecé a divagar con la idea de comprar ropa miniatura y juguetes para niños. Por unas breves 12 horas el embarazo incipiente se había ganado el cariño de los pocos que sabían de él.
El aire en el pasillo era tan tétrico que parecía que en lugar de subir los siete pisos los hubiéramos bajado, si el infierno tiene un olor estoy segura que huele igual. Debíamos esperar a la madre de mi amiga para entrar, no tardó mucho, su trabajo quedaba a pocas cuadras de donde estábamos, pero fue una espera eterna, no sabía si quería entrar al consultorio de una vez o escapar corriendo de ese lugar, sé que ellos hubieran preferido escapar corriendo. Finalmente llegó, estoica y pulcra como siempre, dio un saludo general y con mano firme tocó la puerta. Una mujer joven, pálida como la muerte, nos abrió la puerta. Entramos a una mínima sala de espera, vacía, oscura, con olor a lavandina y aromatizante de baño y, contrario a lo que hubiera pensado posible, todavía más fría que el pasillo en el que estuvimos esperando. Tenía sillones, viejos y maltrechos a ambos lados, dejaban apenas un pequeño espacio para llegar al otro lado de la sala donde había una mampara hecha con paneles de madera y vidrio templado que llegaba hasta el techo, no mucho más arriba. Los vidrios de la mampara eran gruesos y grabados por lo que no permitían ver al otro lado, pronto descubriríamos que si bien interrumpían la visión no eran a prueba de sonido. Nos sentamos los tres de un lado y la mamá del otro, la asistente entró a la pieza que estaba al fondo y no tardó en salir acompañada de un hombre, viejo, canoso, lentes grandes y gruesos. Todos se pusieron de pie menos yo, el doctor saludó a la madre estrechándole la mano y a los demás solo les dirigió la mirada, tomó a mi amiga por el brazo y la “invitó” a pasar al cuarto contiguo. “Me va a doler?” “Para nada, ni siquiera te pondremos anestesia”. Ella entró seguida por la asistente y el doctor, quien cerró la puerta con un fuerte golpe que sobresaltó a los tres que quedábamos en la sala de espera. Los dos se sentaron casi al mismo tiempo, él a mi lado y ella frente a nosotros, nos acomodamos y esperamos que el procedimiento terminara lo antes posible.
El primero de la familia en saber sobre el embarazo fue su hermano menor, a primera hora del día siguiente ella entró a su cuarto y le contó la noticia. Fueron los susurros y los ojos de mi amiga que los delataron, cuando su madre entró a la habitación supo que algo pasaba y su primer presentimiento dio justo al grano. “¡Estás embarazada!”. Mi amiga ya había definido y se había conciliado con la idea de ser mamá, de casarse con el padre, continuar con la universidad mientras le fuera posible y eventualmente irse a vivir a una casa propia con su nueva familia. El problema de todo eso fue que su madre no pensaba igual.
Ahora que veo las cosas en retrospectiva, y con mucha más objetividad que en esa época, creo que fue la decisión más prudente que pudo encontrar la madre de mi amiga, pero sabiendo como resultaron las cosas cuatro años después me pregunto si fue realmente la correcta. Pero bueno, lo cierto es que, en ese entonces, era imposible saber cómo se hubieran dado las cosas si los caminos tomados hubieran sido otros. El punto es que, en esa época, no pensaba igual, no solo porque el aborto era un concepto con el no estaba completamente de acuerdo sino que sabía que los verdaderos involucrados en la historia habían decidido tener el bebé, asumir las consecuencias y sabia que ella, más que ninguna de las personas que había conocido hasta entonces, estaba completamente en contra del aborto. No sirvieron de mucho las discusiones y peleas, las amenazas y los llantos, una semana después la cita ya estaba hecha y no había vuelta atrás, el aborto se llevaría a cabo el día martes a las 3 de las tarde.
Uno de los recuerdos que tengo más incrustados en la memoria es el recuerdo de esa tarde. Se suponía que yo era la persona más neutra entre las que estábamos en ese pequeño consultorio, todos tenían una función ahí, desde la asistente hasta la madre y el novio, menos yo. Yo era indispensable en ese cuadro por lo que durante los 45 minutos que duró la intervención traté de permanecer lo más imperturbable posible, traté de abstraerme de esa escena, a la que hubiera preferido no asistir en un principio, y traté de llevar mi mente a un lugar lejos y quizá un poco más cálido, me fue imposible. Primero fue el sonido de las máquinas que de repente empezaron a funcionar, una mezcla de taladro de dentista y aspiradora industrial. De inmediato me pusieron la piel de gallina y una imagen increíblemente gráfica se me vino a la cabeza. Después vinieron los gritos, al parecer el concepto de “indoloro” que tenía el viejo hombre se limitaba a la imposibilidad de aplicar anestesia local debido al peligro de hacerlo en un consultorio sin los cuidados necesarios. No eran fuertes, tampoco eran largos, eran gritos que apenas pasaban el nivel de gemidos pero eran tan profundos que transmitían grado por grado la intensidad del dolor que ella iba sintiendo, por si lo dudan, era bastante. No pasó mucho hasta que el joven fuerte y duro que tenia sentado a mi lado se quebrara y se echara a llorar sobre mi regazo, sollozando sin poder controlarlo, me impresionó tanto verlo tan vulnerable e impotente frente a esa situación que solo pude acariciarle la cabeza tratando de calmarlo un poco. Levanté la mirada y vi a la señora que conocía desde muy pequeña, sentada con las piernas cruzadas, su bolso a un costado, los ojos cerrados como si una luz los estuviera cegando y entre las manos, pasando los dedos de cuenta en cuenta, un rosario que apretaba con fuerza.
Cuando mi amiga salió de la pieza donde le acababan de succionar la vida que llevaba dentro estaba blanca como los muros de cemento del consultorio, no dijo nada y, como si no hubiera pasado nada, como si nunca hubiéramos estado ahí, nos fuimos.
Esa tarde, y los días que siguieron, fueron diferentes… especiales… raros…
No se habló mucho del tema pero era evidente que las cosas entre ellos dos habían cambiado de alguna forma. Sé que él, al principio, trató de ser empático, la cuidaba, trataba de entenderla, pero más pronto que tarde olvidó el tema y siguió su vida de siempre. Ella se sintió mal desde el primer día y de cierta forma lo culpaba a él, se frustraba con la idea que fue ella la que tuvo que pasar por todo y a él le tocó ver todo de galería. En retrospectiva, creo que si él olvidó el tema tan rápidamente fue por defensa propia, lo que pasó le dolió mucho más de lo que mostró y sé que hasta el día de hoy es un hecho que le pesa y lleva consigo todos los días. En cuanto a ella, creo que era tanta la culpa que ella sentía sobre si misma que necesitó echarla sobre alguien más. Todos pensamos, en ese momento, que lo vivido sería algo que no olvidaríamos nunca, que siempre estaría presente en nosotros, sé que yo pensé que seguirían siendo mis eternos compañeros de vida y que siempre seria un tema que rondaría nuestras conversaciones. La verdad es que ninguno calculó las vueltas que da la vida...